Debería sacudir el polvo. El ventilador en mi habitación gira repetidamente en círculo, llenando el cuarto con una brisa suave. Es una sensación agradable mientras mi cuerpo lentamente comienza a despertarse, cubierto de sudor por un sueño inquieto y rutinario, pero no quiero levantarme. Mis pensamientos ya están acelerados y no consigo romper mi combate de miradas con el ventilador.
Ya puedo escucharla. Está en la cocina golpeando ollas y sartenes, un poco más fuerte de lo habitual. Tal vez sea un “buen día”. Tal vez tenga la energía para comer más que un bocado de fruta en el desayuno. Solo necesito cinco minutos más de tranquilidad. No estoy listo para salir y enfrentar la realidad de que, muy probablemente, hoy sea un “mal día”.
En la semana de mi graduación universitaria, mi madre reunió a mi familia y nos dijo que tenía cáncer. Para alguien que siempre se prepara para el peor de los casos, me perdí, no vi las señales y la noticia me tomó por sorpresa. Esperaba entrar en una época nueva y desconocida de mi vida, pero había imaginado que el mayor reto que me esperaba era buscar trabajo y apartamento, no la posibilidad de navegar por este mundo sin mi madre.
Curiosamente, sabiendo lo que sé ahora, me doy cuenta de que esto era solo el comienzo del viaje de salud de mi madre — y el comienzo de mi comprensión sobre las disparidades de salud en este país.
Aprendiendo que vivía en un desierto de atención médica
Después de un año de tratamiento y la extirpación de su tiroides, pensábamos que finalmente estábamos viendo la luz al final del túnel. Los médicos nos aseguraron que no debíamos preocuparnos; mi madre tenía suerte — tenía “el cáncer bueno”, el tipo que se puede tratar fácilmente. Pero este “cáncer bueno” requería que condujéramos cuatro horas cada dos semanas para las citas, simplemente porque vivíamos en el suroeste de Kansas, una región donde la atención médica especializada es escasa.
La experiencia de mi madre subraya un problema mayor de equidad en salud, dónde cuánto ganas o dónde vives a menudo dicta la calidad de la atención que recibes. Según el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE. UU., casi el 20% de los estadounidenses de zonas rurales vive en áreas con escasez de médicos y profesionales de la salud. Mi familia sintió el peso de esta carga social y económica de manera aguda. Mi madre tuvo que dejar su trabajo, mientras que mi padre, después de 20 años, se vio obligado a cambiar de empleo para manejar las crecientes facturas, todo mientras recurrían a sus ahorros de jubilación para asegurarse de que mi madre recibiera la mejor atención posible.
El 19 de diciembre, a mi madre le declararon libre de cáncer — un regalo perfecto de Navidad. Pero nuestra alegría fue breve. A los pocos días, perdió la vista en su ojo derecho, seguida de migrañas debilitantes, dolores neurológicos, pérdida de apetito y una significante pérdida de peso, todo sin explicación. Después de una costosa estancia en el hospital de dos semanas, los médicos especularon que se trataba de una enfermedad autoinmune atacando su sistema nervioso. Pero, ¿dónde comenzó? Y lo más importante, ¿cuál sería su próximo objetivo?
Incontables pruebas, una referencia a la Clínica Mayo, y aún sin respuestas. Mi madre, una mujer que siempre había sido activa y ocupada, ahora luchaba para completar incluso las tareas más simples sin tomar descansos. Los médicos nos informaron que, mientras se buscaban respuestas, el cuerpo de mi madre tendría “buenos días” y “malos días”. En los buenos días, tenía la suerte de manejar su dolor; en los malos días, estaba confinada a su cama, apenas capaz de reunir la energía para tomar un vaso de agua.
El costo mental en nuestras familias
Nunca anticipé que mi familia cambiaría de manera tan drástica. Las luchas de salud de mi madre, sumadas a la carga económica, han impuesto un costo mental en toda mi familia. Los días alegres de cenas familiares, llenas de risas y bromas juguetonas sobre los momentos tontos de la semana, han sido reemplazados por reuniones sombrías centradas en la logística de cuidados, viajes y planes médicos. Nuestras antiguas salidas encantadoras de madre e hija ahora implican largos viajes — de cuatro a ocho horas — a las citas, a menudo sumidas en el silencio mientras nos preparamos para la incertidumbre que nos espera o pensamos en las facturas que podrían acumularse.
Nadie te prepara para el duelo anticipado que acompaña la enfermedad debilitante de un ser querido. Mi mente está consumida por pensamientos sobre el futuro, pero me cuesta reunir la energía para afrontar cada día. Mientras mi madre experimenta breves “buenos días”, la enfermedad la ha transformado de la persona optimista y animada que conocía en alguien llena de ansiedad y pesimismo, siempre esperando el próximo contratiempo.
La culpa de querer disfrutar de la vida pesa mucho sobre mí. Antes del diagnóstico de mi madre, soñaba con mudarme a Washington D.C. y afrontar la década de los veinte con pasión y propósito, dispuesta a cambiar el mundo. Ahora, esos planes se sienten como una fantasía lejana en medio de la realidad de nuestra nueva normalidad.
Y, por supuesto, los recursos para servicios de salud mental asequibles para familias que enfrentan problemas de atención médica son escasos.
Necesitamos cambios sistémicos
El viaje de mi madre es un testimonio a la necesidad crítica de cambios sistémicos en la atención médica—cambios que aseguren que todos, sin importar dónde vivan o cuánto ganen, reciban atención oportuna y efectiva.
Sin embargo, no todos tienen igual acceso a recursos de atención médica, información y apoyo. Factores como la raza, los ingresos y el nivel educativo crean barreras que pueden empeorar los problemas de salud y dificultar su curación. Por ejemplo, un informe de los CDC muestra que los estadounidenses negros e hispanos tienen un 60% más de probabilidades de tener diabetes que sus contrapartes blancas, a menudo debido a barreras sistémicas que limitan el acceso a atención preventiva y opciones de alimentos saludables.
Para abordar las disparidades de salud sistémicas evidentes en la experiencia de mi madre y muchas otras personas, debemos invertir en soluciones integrales de equidad en salud que apunten a la accesibilidad, la educación y el apoyo comunitario en áreas rurales desatendidas como el suroeste de Kansas.
Esto debería incluir la expansión de los servicios de telemedicina. Esto ayudaría a las personas a conectarse con profesionales de la salud más fácilmente, pero debemos asegurarnos de que el seguro cubra estos servicios. Mi padre se quedó en un trabajo más tiempo del necesario para pagar costosas tarifas de seguro, y apuesto a que no es el único. Un servicio de telemedicina nos habría ahorrado cientos de dólares.
Las clínicas móviles de salud podrían llevar atención preventiva, exámenes y educación directamente a nuestras comunidades, abordando problemas crónicos como la diabetes y la hipertensión de manera directa. Capacitar a trabajadores de salud comunitarios locales es otro paso importante; pueden cerrar la brecha entre los proveedores de salud y las familias, ofreciendo apoyo y orientación personalizados.
Y necesitamos más personas bilingües en el campo médico. Mi familia tuvo el costo adicional de viajar con alguien que pudiera traducir las noticias para mi mamá y mi papá. Un traductor no siempre está garantizado, y entender las actualizaciones y cambios médicos es crucial para la salud de mi madre. Queremos asegurarnos de que esté tomando decisiones informadas sobre la atención que está recibiendo.
Además, contar con recursos para aprender sobre nutrición y manejo de enfermedades, especialmente disponibles en español, habría sido muy útil. Mis hermanas y yo a menudo nos quedábamos buscando respuestas en internet a nuestras preguntas.
Es evidente que, para abordar la urgente necesidad de acceso y asequibilidad en la atención médica, especialmente para familias rurales e inmigrantes como la mía, debemos abogar por políticas integrales como la atención médica para todos y la expansión de Medicaid. Muchas familias en situaciones similares a la mía simplemente no pueden costear visitas al hospital, lo que empeora las disparidades en el acceso atención médica.
Mi madre ha contemplado en ocasiones si su dolor vale la costosa factura del hospital. O hemos tenido que reprogramar citas médicas críticas porque mis hermanas o yo no podíamos viajar con ella o proporcionarle los fondos necesarios para viajar. Nadie debería estar en esa posición.
En los momentos de reflexión en silencio, lidio con la realidad de que la equidad en salud no es solo un concepto abstracto; es una lucha personal para familias como la mía. A medida que enfrento cada día, me recuerda que la lucha por la equidad en salud es más que estadísticas: se trata de las vidas detrás de los números, como la de mi madre, y la esperanza de un futuro donde todos tengan la oportunidad de estar saludables — la oportunidad de que cada día sea un “buen día”.